No se puede poseer la realidad, se puede poseer
(y ser poseído por) imágenes.
Susan Sontag
Siempre hay ante una obra de arte, una ciudad mítica o un paisaje mágico, la evocación de una experiencia emocional y sensible. Por lo general éste hecho se enfatiza con imágenes. Y a partir de ese momento - las palabras, las voces - pasan a leerse en íconos, en figuras, en emblemas.
Soñamos con posibilidades semánticas, con discursos armados con imágenes. La ensoñación nos sostiene. “Hay que saber producir en el interior mismo de cada gesto un movimiento rítmico primario”, sostenía Eisenstein.
Lisandro, mi hijo menor, es actor, profesor de teatro, director. Puso en escena, en Buenos Aires, una adaptación propia de Raymond Carver basado en tres cuentos de este notable narrador.
Emiliano, mi hijo mayor, es director de fotografía, realizador, documentalista, profesor en el Instituto de Cinematografía. Y un lector fino, apasionado, inteligente. Fue él quien me acercó hace más de diez años (por ese entonces el muchacho tenía veintitrés), un primer libro de John Berger. Debo confesar: descubrí a Berger gracias a Emiliano. A partir de ese momento, él y yo leímos todo o casi todo lo publicado por este notable escritor, poeta, ensayista, critico de arte. Puerca tierra, Una vez en Europa, Lila y Flag, Un hombre afortunado, Fotocopias, Aquí nos vemos son algunos de los libros que Emiliano tiene en su biblioteca.
John Berger nació en Londres en 1926. Su voz es única. Nos acerca al hombre, a una humanidad cargada de emociones, de vértigo, de fascinación. Hay un pensamiento dialéctico en imágenes, sueños y misterios que nos acechan y nos hacen ver de otra manera. Modos de ver. Y una prosa profunda, poética, trascendente; nos guía con ternura y con humor. Éste autor descubrió Emiliano a los veintitrés años. Y me lo hizo amar. Lo compartimos.
“Cierra los ojos para volver a ver” me dijo un día, para siempre, Carlos Fuentes. Uno cierra los ojos y vuelve a ver. El miércoles 8 de octubre dicté una conferencia organizada por el Concello de Betanzos, en el Salón Azul del Liceo; “Literatura y sociedad” fue el título. Allí me presentó el Presidente-Alcalde José Ramón García Vázquez. Estaban mis amigos Pachico, destacado secretario de cultura, y Alfredo Erías, erudito director del Museo das Mariñas y talentoso dibujante. En un momento cité a Gastón Bachelard y a John Berger. Al finalizar, el arquitecto Xosé Manuel Vázquez Mosquera hizo referencia a la visita del escritor británico a Betanzos, a un texto que escribió sobre esta bella, misteriosa y encantadora ciudad medieval. Efectivamente en Fotocopias habla de la esperanza, de la vida, de Simone Weil, de Henri Cartier-Bresson, entre otros. Con mirada lúcida y sencilla nos ofrece una viñeta mágica de esta ciudad gallega: “Hombres y mujeres sentados a la mesa”. Berger nos ayuda ver, a fijarnos en los ojos de las personas, en las mariposas, en los cafés, en los objetos cotidianos. Describe olores, sonidos, ambientes. Lo leemos con pasión, con la misma pasión que recorro los soportales de esta ciudad, con la emoción de buscar huellas, imágenes, emblemas. Berger dice que recuerda de su vida dos comidas: la primera en el Maxim''s de París; la segunda, en la feria de Betanzos. Compara el lujo del restaurante parisino con la autenticidad de comer pulpo en una caseta con una taza de rosado.
Cuando leemos Viaje a la Isla de Rügen de Carl Gustav Carus sabemos que el autor hizo, por encima de todo, un viaje al interior de su alma. Eso es lo que hago cuando leo a Berger, eso es lo que hago cuando camino las callejuelas de Betanzos junto a Rocío. No es mito ni historia, es dimensión y estado del espíritu. En pos de mis raíces me siento conmovido ante sus soportales, ante piedras e iglesias. Este norte no está ni se encontrará en la geografía física sino en la geografía imaginal del alma. Son vestigios de un tiempo pleno, de símbolo, de nostalgia de lo absoluto. El exilio, el hambre, el dolor. También la ternura, las marcas de una temporalidad histórica, de una naturaleza primordial, auténtica. En sus iglesias hay un sentimiento estético pero también de trascendencia, de superación cósmica, abrumadora, indefinible, inexpresable. El estilo románico de transición al gótico, la Iglesia Santa María de Azogue, la Iglesia de San Francisco donde nos emocionamos una y otra vez ante la tumba de Don Fernán Pérez de Andrade y los caballeros que rodean el templo.
Por eso recorro el mercado, los puestos en la plaza, los rostros, las manos, los cajones, las barcas, el puente romano. O esos bares dotados de una dimensión teofánica, de una sacralidad terrenal. Rúa dos Ferreiros, la calle de Lanzós, la alameda, el chorizo, la tortilla, el pulpo, el vino de la tierra, Antolín Faraldo, Pardo de Cela, los hermanos García Naviera, el río Mandeo. Flavium Brigantium. Los prados y las nieblas, las meigas que vigilan mi divagar, los trasnos que acompañan mi mirada en el Principado de Espenuca, los pinos y eucaliptos, los robles, las tumbas de mis antepasados.
Al terminar la conferencia en el Liceo se acerca una señora. Me dice que me conoció en Buenos Aires, que se había sacado unas fotos conmigo y otros amigos cuando estuvo en diciembre de 2000, que me envió una carta que nunca llegó a mis manos, que la trae ahora. La carta está dirigida a Carlos Penelas Abad. Leo: “Betanzos, 24 de enero de 2001. Apreciable amigo…” La recibo con emoción, le doy un beso, la abrazo. La señora se llama Alicia García Pérez Salas. Es betanceira, crea un acto poético, bello. Siento al instante una reticencia noble, una lúcida reserva. Ética y fragilidad, pienso.
Es en Betanzos donde vivo revelación, la leyenda privada, la percepción concreta e inmediata de mis ancestros; veneración y respeto, sensibilidad contemplativa, fineza y discreción, sentido de austeridad. La patria perdida.
Carlos Penelas
Buenos Aires, 28 de octubre de 2014