Querido Carlos: me avergüenza reconocer que tu libro estuvo esperándome una semana sobre mi mesa. No quería mezclarlo con apuntes de clase y artículos en revisión, en una semana particularmente cargada de obligaciones. Ayer llegó su día. Por la mañana lo leí íntegramente, de asombro en asombro, y a la tarde lo retomé para una lectura más pausada, que continúa ahora.

Tu libro es una fiesta: esa palabra creo que es la que más lo define. Y las fiestas, aún las más profanas, son sagradas, traen consigo la ruptura de la habitualidad, y el acceso a una esfera de celebración, alegría y revelaciones no previstas. El lugar visitado, atravesado por redes de historia y de cultura, es el punto de partida de múltiples instantes de contemplación que conforman un presente continuo. Desde ese no tiempo vienes a compartir, conmigo, con tu fino lector Alejandro, con quien quiera asomarse, el acceso a la Belleza, que es un estado del ser.

No sé si mis palabras son oportunas, o si solo debería leer y callar, participar de esa fiesta sin agregarle comentario alguno; pero hemos aprendido a construir el espejo de la belleza, y a querer expandirla a través de la razón. Por eso puedo darte las gracias, por compartir la fiesta del mundo y el trasmundo entrevista en unos días de viajero, y expresada con pudor, con cuidado, con una oscura compasión por el hombre. Gracias por darnos en tu palabra el temblor y la fragilidad de esos instantes iluminados.

Con el cariño y admiración de Graciela.