El porvenir del poeta yace en la memoria, en el tejido del recuerdo que remonta el río hasta la fuente de los antepasados. Como el salmón que al cabo de los años vuelve a ese rincón sagrado donde fue depositada su simiente, en el bautismo del agua originaria, regresa el bardo por las sendas de su palabra creadora, en procura de ese hilo que es eterno, urdido en la encendida tela de todos los exilios.
El poeta construye su mágica ciudad entre océanos, y no requiere de otros dioses que los de la tierra, del viento, de la lluvia y del fuego, para alzar los rascacielos de su sencillo imperio hecho de dolores, anhelos y esperanzas. La soledad es el hogar donde los ojos sin tiempo de la lumbre escrutan esa vida cuyo mapa fuera escrito con los nombres de los seres amados.
La resurrección de los que partieron adviene con la prosodia de sus nombres, con las imágenes que la memoria decodifica en el único lenguaje posible: el de la poesía, esa forma de conocimiento anterior a la razón, más honda que toda filosofía, porque pertenece al reino del silencio, que el poeta quiebra, como un relámpago que estalla desde su lengua, cuando abre la ventana de los días para conjurar toda pesadumbre, para decirle a la muerte: -Aquí están ellos, vivos y latentes en mi memoria… Nadie –ni siquiera tú- puedes sepultarlos en la ceniza del olvido-.
Yo dudo que Carlos Penelas sea el autor de Viajero con una Soledad. Creo que el libro ya estaba escrito por sus ancestros. Sólo que el poeta encontró un día, en una vieja maleta de emigrante, el tesoro de los versos, en un papel sin nombre que tenía el dibujo verbal de todos los nombres.
Viaja tú, pues, lector amante, con él y con ellos. Sus palabras tendrán que ser tu propio viaje por la dorada soledad de la memoria.
Edmundo Moure
Desde Santiago de Chile