Viajero con una soledad

by - sábado, agosto 22, 2009

Buenos Aires, 2009. 
Centro Betanzos Ediciones / Xunta de Galicia. 
Con dibujos del autor. 
Poesía.


Cala poética 

Dejaron la aldea cincuenta y tres Penelas. 
El 18 de octubre de 1908 arribó al puerto de Buenos Aires el buque Arcadia. 
Había partido de A Coruña. Dejaron Espenuca, Coirós, Betanzos de los Caballeros. 
Llegaron: 
Pedro Penelas, 36 años, jornalero. 
Manuela Pérez, 34 años, jornalera. 
Isabel Penelas, 13 años, jornalera. 
Silvestra Penelas, 10 años, jornalera. 
Manuel Penelas, 9 años, jornalero. 
María, Elena y Leonor, hijas de Pedro Penelas y de Manuela Pérez, nacerán en Argentina. 
Mi padre, Manuel Penelas Pérez, se casará sólo por civil con María Manuela Abad Perdiz, nacida en Ourense. Era hija de Tomás Abad y de Adelaida Perdiz. Esa unión dio cinco hijos: Roberto Marón, Raquel María, Nilda Marta, Fernando Abel y Carlos Tomás. 

Arcadia o Arkadia, región montañosa de la Grecia antigua, en la parte central del Peloponeso, habitada por los arcadios o árcades, pueblo de pastores y que las ficciones de los poetas convirtieron en la mansión de la inocencia y la felicidad. 
Pausaníes dice que el nombre de Arcadia procede de Arcas, hijo de Calixto. Sus habitantes confesaban que eran anteriores al nacimiento de Júpiter y se llamaban procelenos, es decir, anteriores a la luna. Eran agricultores, amaban el baile y la música. 

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Madrigal del huésped distraído 

A mi lado el amanecer y el sueño. 
La curva de su pubis, a mi lado. 
Y la desmemoria en el clamor del silencio. 
Así vienen los juncos, el río, la solitaria patria entre nieblas y arenas. 
Nadie sabe hasta dónde llega el viento, la soledad, los cabellos melancólicos del día. 
Nadie sabe. Ni de la inmovilidad o del atardecer que abre olvidos y naufragios. 
¿Qué fue de vos, amada? ¿Qué fueron de ustedes, amigos? 
Padre, ¿qué del amparo, de las historias replegadas? 
Madre, ¿desde cuál jardín amas la hoja del mirto? 
¿Dónde arrojaron la transparencia, hermanos perezosos? 
¿Dónde el cielo con tanta soledad y huella e izamiento? 
Decid, ahora, quién es el citarista, 
quién el hombre que sueña en voces enaltecidas, 
siempre desnudo en esta ausencia, en esta orilla, 
en este espejo sosegado que nos mira. 
Los ojos, tras los días, cambia el reino de la infancia. 
Vuelve, a veces, por mi en esta vanidad que despierta la memoria. 
Entonces, a veces pienso que estoy muerto, 
que todo es un río de sutiles penumbras, 
de insurrecciones, de destierros inútiles. 
Preguntas, hastío y labios enterrando laúdes. 
¿Por qué son insomnes estas rosas? 
Y éste viento extranjero, ¿por qué sacude 
melancolía en pastizales o en pesebres cimarrones? 
¡Ah! Los hijos sin sumisión nos aman con sus brazos abiertos. 
Ahora, entre las manos, ella me dice del aliento del cosmos, 
recuerda aldeas, ofrendas, lejanías lluviosas. 
A mi lado la vastedad del arrabal como leyenda, 
sobre el suspirante murmullo de las olas. 
Nadie sabe hasta dónde llega el viento. 

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Casida de una tarde en el parque 

Nadie regresa a la espaciosa y abandonada soledad 
ni la palabra evocará la noche con los ojos abiertos. 
En el parque dirán al ver sus sombras 
que la tarde excede la monótona rosa 
o que el verdor antiguo de los cedros 
no logró cubrir su luz y su ternura. 
Días perdidos, transparentes, 
bajo las ramas de los jacarandáes. 
Desde el aire dirán la nostalgia, la impaciencia 
de la muerte que habitará el vacío. 
Una calle del sur y el resplandor último 
como un ciprés olvidado. 
Y tú allí, en el vagar disperso de las nubes 
imposible y callada, 
morada ansiosa, levísima, 
cuando la mirada es un dormir deshabitado 
en la vigilia que desnuda pudor. 
Tal vez alguien pregunte, ¿cómo fue? 
Y el desgano desapacible acompañe el lecho, 
unicornios cautivos por el rumor del mar. 
Irán desdeñosos empujando la hierba 
recogiendo la ceguedad del amor, 
el desnudo y encendido ensueño de la nostalgia 
que crece en la morada como un destello. 
Se mece la noche 
mojándome los ojos distraídos.


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