Aprendí a jugar al ajedrez antes que a leer
José Raúl Capablanca
José Raúl Capablanca, de cuatro años, juega con su padre José María Capablanca (1892)
Una de las pasiones en mi infancia fue el ajedrez. Nombres como los de Ruy López de Segura, Philidor o Anderssen brotaron por aquellos días de mis labios. Y el de Sissa Ben Dahir, un brahmán quien aparentemente lo inventó para distraer el aburrimiento de un monarca soberbio. Lo jugué cotidianamente desde los cinco hasta los veinte años. Hasta ahora sigo pendiente de partidas, de problemas, de lecturas. El
Libro de los juegos, del rey Alfonso X es un tesoro de la humanidad. Representa una síntesis de dos mundos en guerra, un momento crucial para la historia de la civilización. Cristianos y moros, dejan centenarias disputas para sentarse frente a un tablero y bucear en el universo fascinante de treinta y dos trebejos y sesenta y cuatro escaques.
Debemos recordar que en la Escuela de Traductores de Toledo – centro de irradiación de la cultura arábigo-helénica – las obras clásicas pasaban del árabe al latín y de este a las lenguas romances. La tarea del rey Sabio fue gigantesca. De todos los juegos por él estudiados el ajedrez era el más noble. Establece la diferencia en piezas mayores y menores, la ubicación en el tablero y la descripción de cada pieza en particular. Pone un modelo de sociedad. El
rey señor de la hueste; el
alferza, los elefantes preparados para el combate; los
roques que son los lanceros; los
caballos, la caballería; los
peones, la infantería. Se adelanta, además, a la creación de un modelo de piezas comunes para bajar costos y difundirlo. Esto se concretará en el siglo XIX con los juegos
Staunton, de procedencia inglesa.
Ahora miro el tablero sobre mi escritorio. Las piezas están serenas, aguardando mi sueño. Hay silencio y siento mi respiración. Ahora muevo mi mano. El peón despierta la batalla.
Carlos Penelas
Buenos Aires, agosto de 2020