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Carlos Penelas

Siempre aseveré que mi educación ética y cultural se hizo en el hogar. Mis padres y hermanos fueron primordiales. Se vivía lo político, lo literario con intensidad. Discutían vanguardias, avances científicos, el fascismo, el franquismo, el peronismo. Sobre religión o sobre deporte. Se irradiaba un concepto amplio en torno al teatro, la música, el cine. Todo junto, desde las raíces gallegas hasta los movimientos sociales del siglo XIX.


Luego vinieron los maestros de la escuela, los maestros del colegio secundario, los maestros del profesorado en Letras. Con los primeros poemas seres íntegros cuidarían mi espíritu y mi libertad: Hugo Cowes, José Conde, Luis Alberto Quesada, Alejandra Boero, Lucas Moreno, Juan Bautista Bioy. Entre otros, por supuesto, entre otros.

Ernesto Sábato me comentó en una oportunidad: “Luis Franco, uno de los mejores escritores argentinos. Una pena que no se lo recuerde”. Bernardo González Arrili, David Viñas, Osvaldo Bayer, Ricardo E. Molinari, Abelardo Castillo, Eduardo Falú opinaban lo mismo.

La admiración que Franco sentía por Molinari era relevante. Lo mismo la de don Ricardo hacia el poeta catamarqueño. Lo pude comprobar en diferentes oportunidades. Por esos años solía conversar, por separado, con ambos. Lo dejé escrito en un libro y en uno que otro artículo.

La figura, la dimensión de Luis Franco me conmocionó desde que lo conocí. Siempre afirmé que después de la presencia de mi padre estaba la suya. Otro de mis maestros – por su conducta, su saber, su poética, su fineza – fue Héctor Ciocchini. Imposible dejar de nombrarlo, trascendente en mi vida. Y, por supuesto, el Dr. René Favaloro.

Fue Rocío quien me presentó a Moreno. El poeta del vino y el buen comer vivía en Independencia 715 y trabajaba como corrector en La Prensa. En el profesorado Mariano Acosta, donde cursábamos, Rocío era amiga de Nuri Fernández Redón, sobrina de Lucas Fernández Moreno. Firmaba, por razones obvias, con el nombre de Lucas Moreno. En 1970 le había llevado mi primer libro de poemas. Con el tiempo comencé a mantener un acercamiento espiritual e ideológico con su persona. Me llevaba alrededor de diecisiete o dieciocho años. Lo escuchaba hablar sobre literatura argentina y universal, sobre música clásica o popular, sobre primeras ediciones. Si bien rechazaba toda política literaria – banal, mediocre, chapucera – me hizo conocer hombres de gran valor, lecturas fundacionales. Lucas Moreno fue quien me presentó una tarde, un sábado de julio de 1972, a Luis Franco.

La vida es sumamente curiosa. ¿Azar o predestinación? El padre de Rocío, Luis Danussi, fue un activista e intelectual representativo en el anarco-sindicalismo. Leía en francés e italiano. Gustaba del cine, de la poesía, de la libertad. Llegó a escribirse con Albert Camus, dirigió revistas, fue Secretario General de los gráficos, fue perseguido y encarcelado por el peronismo. Luis Danussi era muy amigo de Luis Franco. El prólogo de Antes y después de Caseros es de su autoría. Ambos se respetaban y compartían veladas. Recuerdo varios fines de año que pasábamos en la casa de Danussi, en Villa Domínico, con Franco. Allí nos quedábamos a cenar, dormir, desayunar, conversar de la naturaleza, de grandes autores, de los movimientos sociales, de anécdotas familiares. Franco conoció a Rocío cuando aún no sabía caminar. En el jardín de la casa don Luis se hallaba en plenitud. Lo recuerdo sentado en una silla de madera bajo un níspero. Fumaba en la tranquilidad del atardecer. En esas reuniones se agregaba Lucas Moreno e Hilda, su mujer. Nada era literatura. Había amistad entrañable, confidencia, idealismo.

En 1983 Franco viaja a México para difundir su obra y también con la intención de conocer la Casa Museo donde León Trotsky fue asesinado por Stalin. Allí vivió quince meses junto a Natalia Sedova. A su regreso le trajo a mi hijo Emiliano, un niño de apenas cinco años, un sombrerito mexicano.

Solía venir a casa, de sorpresa, cuando realizaba algún trámite en el centro. Dejaba como obsequio un pequeño paquete de frutas secas. Se sentía feliz y nos hacía dichosos con esas almendras o pasas de uva que ofrendaba.

Lucas Moreno concibió la antología poética de Luis Franco en Eudeba, con un estudio preliminar breve pero cardinal. A pedido de Luis Franco, se entiende. Ambos habían devorado las obras de Sarmiento – ambos me lo hicieron leer una y otra vez -, tenían una mirada parecida en torno a los hechos artísticos e ideológicos. Por supuesto, no siempre coincidían. Las discusiones, de las cuales participaba como oyente, eran tumultuosas.



Con Franco fui de vacaciones a su casita de Mar del Plata, en el barrio Alfar. Otros años, otros tiempos. El poeta belicho me despertaba a las siete de la mañana para que fuéramos a caminar por la orilla del mar. Por la tarde la cita era un paseo por el bosque de Peralta Ramos. Allí nos acompañaban los pájaros, el aire, Goethe, Thoreau, Emerson, Whitman, Shakespeare, Marx, Mareategui, Trotsky, Bakunin, Homero…. El silencio por la noche, el movimiento de la naturaleza, los grillos, el pequeño fogón. Los dos hablando o escuchando la mar. Y las estrellas.

Franco me presentó en una oportunidad a su amigo Pascual Vuotto. También al Dr Enrique Bronquen. En mi temprana juventud había conocido al mítico Mateo Fossa. Venían las voces de Horacio Quiroga, de Leopoldo Lugones, de Martínez Estrada, de Enrique Espinosa.

Era muy bello escucharlo hablar en el atardecer, después del almuerzo, de Arturo Marasso, Rubén Darío, Giordano Bruno, Federico Nietzche, Rafael Barrett o Luisa Michel. Y de Sarmiento, una y otra vez.

Rubén Rey - amigo inolvidable, hombre de formación humanista, docente y pintor – había leído a Franco desde su adolescencia. Se lo presenté alrededor de 1977. La primera edición de Conversaciones con Luis Franco lleva un dibujo de don Luis realizado por Rey; uno de los mejores retratos que he conocido. El original, en mi casa-museo.

Las lecturas se entretejían como los nombres. David Viñas, Rodolfo Mondolfo, Melcíades Peña. Recuerdo que le presenté a Juan José Sebreli, a don Ernesto Guevara Lynch, al Dr. René Favaloro, a Carlos Alberto Brocato, a Roberto Santoro, a Liber Forti, a Héctor Ciocchini. Cada tanto venía a cenar o almorzar a casa, al departamento de mi hermana Raquel, al hogar de Lucas Moreno. Los sábados por la mañana lo visitaba en Ciudadela. Nada era literatura.

Uno de los grandes hombres éticos de nuestro país, el Dr. Arturo Umberto Illia, fue lector y admirador de don Luis. Al ser electo presidente fue a visitarlo a su casita de Ciudadela. Le ofreció el cargo de Secretario de Cultura de la Nación. Don Luis le dijo que sentía orgullo por su amistad y una gran emoción por el ofrecimiento pero que no podía aceptar, que además no se imaginaba funcionario. Y que no quería perder a un amigo. Casi de la misma manera rechazó ser miembro de la Academia Argentina de Letras. “El día que me siento deprimido y me miro al espejo y me doy cuenta que no soy académico, me dan ganas de vivir”. Eso respondió por escrito.

Franco me presentó a Ricardo Carpani, a Demetrio Urruchúa, a Samuel Glusberg, una de las criaturas más sencillas, humildes y generosas que he tratado.

Recuerdo el acto realizado en plena dictadura militar. Sábado 26 de septiembre de 1981, en la Federación Libertaria Argentina. En primera fila Luis Franco y Diego Abad de Santillán. Un poco más atrás, de pie, José Martínez Suárez. Un homenaje a León Felipe, irrepetible. Más de doscientas personas; entrando de a dos, saliendo de a dos.

Conocí a los Viladrich gracias a Luis Alberto Quesada. Luego, por intermedio de los Viladrich a María Inés Cárdenas, “Pequeña Monner Sans”, la esposa del recordado José María Monner Sans. Más tarde a Ricardo Monner Sans, un profesional ejemplar, un hombre ético, un ser que admiro. Tuve trato fraternal con Wifredo Viladrich. Con su esposa, su hermano, sus hijos. Me regaló en 1970 una escultura muy bella que luce en la pared de mi casa-museo. Una copia de ella la descubrí en el departamento de Álvaro Yunque. Miguel Viladrich Vila, el gran pintor español, al finalizar la Guerra Civil se exilia a la Argentina. ¿Dónde? Catamarca. ¿En qué lugar de Catamarca? Belén. Allí traba amistad con Franco. En su casita de Ciudadela, sobre un aparador provenzal había un busto. El poeta reflejaba la energía y la fuerza de su temperamento. La escultura era de Wifredo Wiladrich. Una vez más: nada era literario.

Como Sarmiento jamás abdicó de la ironía. Era muy simpático escucharlo hablar -con mordacidad, con desmesura- de los obispos, de la historia del Papado, del esnobismo literario o metafísico, de las vanguardias creadoras, de personajes alcahuetes y obsecuentes del peronismo, de las noñerías de las beatas, de la complicidad estalinista. De los gendarmes de la pluma y de los escritores que huelen a cirio.

Desconfiaba de la diplomacia, esto es, del aburrimiento y la mascarada. Obstinado precursor, no sólo en lo poético o en su visión de la historia, sino también del pensamiento siempre resultaban interesantes sus discrepancias, sus apelaciones, sus exasperadas polémicas.

Le organicé varias conferencias. Habló sobre los griegos, sobre Rosas, sobre Catamarca, sobre el general Paz, sobre literatura y sociedad. Era un placer escucharlo, un disertante que conmovía, ilustraba, un maestro en el decir. Además su ironía era única. Pasaba de Virgilio a “los descamisados del Evangelio”, de una cita sobre Dante a una anécdota de su Belén natal. Pero Franco era querible en las sobremesas. Su forma de hablar, su tono, su memoria, nos dejaba siempre vitalidad y pertenencia. Con sencillez, con claridad, enfocaba cada tema, desde la naturaleza, la literatura nacional o las revoluciones. Siempre había un matiz, un pensamiento singular, una expresión risueña.

Se sigue diciendo que Luis Franco murió en un hospicio de Ciudadela. Esto no es así. Él vivía en Ciudadela. Había que bajarse en la Estación Liniers pues su casa quedaba más cerca desde allí. Un poco más adelante, bordear el cementerio israelita. Vale la pena mencionar que fue el primer cementerio judío Ashkenazi de Buenos Aires, 1910. Luego la calle Saavedra 3367.

Franco murió en Capital, en la calle Junín 755, piso 5. Frente a la Morgue Judicial. Junín entre Viamonte y Córdoba. Vivo, desde los diez años, en departamento que era de mis padres, en Viamonte entre Callao y Rodríguez Peña. Esa fue una de las razones de encontrarle vivienda, estar cercano. El departamento lo consiguió Lucas Moreno, propiedad del profesor en Letras Lucilo Oriz, gran admirador de Luis Franco y amigo de Lucas. Era el director del Instituto Oriz, donde mis hijos estudiaron para el ingreso al Colegio Nacional Buenos Aires. Historias que se superponen, intensas; afecto y compromiso. Con Lucilo Oriz hicimos una amistad que se prolongó. Franco unía o distanciaba.

Forita me habló la mañana del 1 de junio de 1988. Alterada, confundida, me anunció por teléfono que Franco se había descompuesto. Llegué de inmediato, fui yo quien lo cubrió con una manta en el lecho de su departamento. Ya estaba muerto. A partir de ese instante inicié los trámites para su velatorio. Me encargué de casi todo. Llamados a parientes, avisos a los medios, amigos, escritores, Casa de Catamarca... Hasta de comprarle la chapa de bronce en Chacarita, que decía Luis Franco (1898-1988) Poeta. Una semana después la llevé para que sea colocada en el nicho. Conservo su libreta de enrolamiento.

Carlos Penelas
Buenos Aires, octubre de 2017
sábado, octubre 21, 2017 No comments
En 1966 conozco a Rocío en la Escuela Superior del Profesorado en Letras Mariano Acosta. Poco tiempo después el encuentro con Ponciano Cárdenas.



Antonio Juan Oliva, casado con mi hermana Raquel, pintor y profesor en la Escuela de Bellas Artes, me lleva a descubrir Sala Taller. Una experiencia única, aún me acompaña sus lecciones. La pintura, el arte, la música, la poesía, lo social, rodeaba su mundo, su universo. Durante años concurrí a sus presentaciones, sus conferencias, sus cenas. Allí Rubén Rey y María Elena Lopardo. Allí el maestro Adolfo De Ferrari, Héctor Cartier, Oscar Pécora, Antonio Pujía, Helios Gagliardi, Renée Pietrantonio, Luis Franco, Syria Poletti... Y nuestro Ponciano Cárdenas. Parte de mi formación se gestó con ellos. Lo estético y lo ético acompañaban lecturas, obras de teatro, films, música de cámara.


Ponciano nació el 25 de agosto de 1927 en Cochabamba, Bolivia. Estudio con Luis Perlotti y Alfredo Bigatti. Ceramista, dibujante, muralista, pintor, escultor, grabador. Un creador infatigable, talentoso, humilde. En 1975 me ilustró mi poemario La gaviota blindada y otros poemas. En 1993 El mensajero celeste. Me unió desde aquellos años el afecto, la amistad, los sueños. Era un joven que semanalmente visitaba su taller, leía poemas mientras él pintaba. Nos encontrábamos en reuniones por la libertad de presos políticos latinamericanos, por la libertad de la cultura. Por la libertad.


La obra de Ponciano Cárdenas es inmensa, testimonial, arrolladora. Desde su silencio, desde su mirada interior, nos transmite la fuerza de la tierra. Sin dogmatismo, sin resentimiento, sin melancolía. Es pasión, energía, color.



Ayer, viernes 25 de agosto, en su estudio de la calle Pringles - uno de los pocos estudios de esas dimensiones que quedan - en ese taller donde aun concurre todos los días, Ponciano celebró sus noventa años. Los cumplió rodeado de amigos, de alumnos, de hijos, de nietos, de bailarinas y músicos bolivianos. Rodeado de historia, de afecto, de alegría, de emoción. Una fiesta conmovedora en un marco de pinturas, esculturas, dibujos, caballetes. A su lado, Mariana Martinelli, una pintora delicada. Mariana, la compañera de toda su vida.




sábado, agosto 26, 2017 1 comments
Reproducimos la entrevista que Carlos Penelas le hiciera al artista plástico para Pluma y pincel, en 1976, y las palabras del poeta tras su muerte.


Hace tiempo que queremos entrevistarlo, porque mucha gente nos habla de usted, inclusive muchas personas a quienes hemos reservado nuestras páginas centrales, como Soldi o Presas. Nos interesa oírle contar su propia historia dentro del arte.
DF: “Yo empecé desde muy chico, a pesar de la completa oposición de mi familia. Tuve que afrontar una situación de gran lucha para poder hacer lo que ansiaba. Y más en aquella época, que era nefasta para el arte; casi no se lo conocía. Por los años diez o quince la cuestión de la pintura era una cosa legendaria. Nadie comprendía bien de qué se trataba. Mis padres querían que yo fuese arquitecto, pero yo corté la carrera para entregarme a la pintura. Mi familia no reaccionó violentamente. Eran gente apacible: no gritaron pero tampoco me ayudaron. Y yo me ví solo."
"Recuerdo que en aquella época tenía de maestro a Quirós. Él había conseguido en Palermo un kiosco grande, que había servido para alquilar bicicletas. Lo solicitó para nosotros, para llevar allí a unos cuantos alumnos y enseñarles pintura, pero resultó que el estudio lo acaparó él, porque decía que la pintura tenía que ser al aire libre y nos mandó afuera a nosotros. Él venía con ese aires suntuoso que tenía, a veces con traje de gala y guantes blancos. Recuerdo que una vez me estaba indicando algo en un paisaje que yo hacía y los guantes me encandilaban en tal forma que no veía nada ... ni comprendía nada tampoco

¿Ustedes lo admiraban a Quirós?
DF: “No mucho. Quirós no era popular. No era mayormente amigo de los artistas. Era un hombre alejado, aristócrata. Vivía en un clima especial, apartándose un poco de lo que es verdaderamente el arte. Todo lo contrario a como actuaba Victorica en aquella época. Victorica era una maravilla, un verdadero artista, en su vida, en su forma de hablar, de actuar, de ver las cosas. "
"Todo lo veía con espíritu; en cambio Quirós todo lo veía suntuosamente, con pomposidad. La obra de Quirós es regular, porque nunca comprendió bien lo que es la composición, que es la esencia del arte. Nunca se puso en contacto con el trasmundo que tiene toda obra. Simplemente calcaba el modelo que veía: gauchos, mujeres desnudas; y ahí terminaba el cuadro. En cambio Victorica era un hombre humilde, lleno de espíritu, de elevación. Casi un sacerdote”.

¿Se le compraban obras a Quirós?
DF: “Sí, él vendía. Era un gran señor, con grandes cuadros y gran clientela. Se iba a pintar a las estancias, entre gente rica. Hacía su tema: grandes reuniones con gauchos.

¿Y Victorica?
DF: “Victorica era todo alma. Yo era amigo de él. Lo visitaba mucho y él me quería bastante. Me acuerdo que una vez, estando yo en Europa, le mandé una tarjeta para saludarlo, con el “Adán y Eva” de Masaccio. Le gustó tanto que la colgó desplegada en la pared, colgada de un hilo, para ver la fotografía y la dedicatoria. ¡Qué hombre agradable y afectuoso! Él ve en cualquier cosa un mundo enorme; pone una cebollita sobre una tabla y saca de ahí un poema.

¿Cómo se ganaba usted la vida en sus primeros años, antes de la escuela?
DF: “Mis padres me daban dinero. Pero en aquel tiempo era muy barata la vida, era muy diferente a ahora. El alquiler no era nada y la alimentación tampoco, así que uno vivía un poco del aire. Era fácil. Yo pinté unas pocas escenas en aquel kiosco de Palermo y no fui más. Y Quirós también dejó de actuar. Después tuve a De La Cárcova como profesor e hice toda la Academia.

¿Cómo era De La Cárcova?
DF: “Una maravilla. La pintura de De La Cárcova es muy importante, tal como la de Victorica. Ambos eran parecidos en su calidad humana, en su trato directo. De La Cárcova era director de la escuela. Creaba un ambiente de amistad y al mismo tiempo de dedicación al arte. Él había amueblado con su dinero toda la escuela, que en aquella época era como un gran galpón: había traído artefactos, arañas. Recuerdo que en el cajón de una cómoda ponía pinturas, discretamente, para que si uno necesitaba un color lo pudiera sacar de allí sin ser visto. ¡Mire qué sutileza, qué extraordinario!

¿Ustedes lo veían pintar?
DF: “A veces. Tenía una sala para él. En ese tiempo tenía un mundo un poco romántico, que poco a poco se iba desvaneciendo. Victorica tenía otro mundo, mucho más actual. Es una lástima: si De La Cárcova hubiera actuado de acuerdo con los tiempos nuevos, hubiera hecho obras maestras y actuales.

¿Cuántos años de Academia cumplió usted?
DF: “Yo estuve en dos escuelas, la Belgrano y la Pueyrredón, cuatro años en cada una. Y después en la Escuela Superior con De La Cárcova. Después de él estuvo Guido como director y me fue dando sucesivamente tres cátedras. Yo prácticamente estaba a cargo de toda la escuela, por eso tengo tantos alumnos y me recuerdan tanto. Esos años fueron importantes para mi formación. Recuerdo que venía Alvear a visitarnos. Estaba interesado en la pintura, vea qué extraño. Pedía que le mostrásemos los trabajos. De aquella época viene la historia de las palomas. "
"Resulta que la Costanera era muy diferente a como es ahora: no había construcciones sino la costa natural, con muchos juncos y árboles. Había un ranchito allí y en ese ranchito vivía un hombre. Nosotros, cuando andábamos pintando los paisajes del río, cerca de la Escuela, nos encontrábamos con él y nos hicimos amigos. Este hombre pescaba y cocinaba los pescados muy bien y nos invitaba a comer. Al mismo tiempo tenía una gran virtud: las palomas obedecían a un silbato que tenía y se le acercaban."
"Nosotros le contamos todo a Alvear y él se entusiasmó muchísimo. Delante de nosotros le dijo: “Si usted lleva las palomas a la Plaza de Mayo, yo le doy un empleo en la Presidencia”. Y así fue: llevó las palomas a Plaza de Mayo y desde entonces están allí. Alvear nos comentaba que extrañaba en Buenos Aires las palomas de Notre Dame y de las otras catedrales europeas.
Volviendo a la Escuela, De La Cárcova nos criticaba las obras. Además, invitaba a reuniones y comidas dentro de la escuela, en las que había también poetas, escritores y músicos”.

¿Cuántos alumnos eran?
DF: “Empezamos siendo tres y fue creciendo. Cuando terminé ya éramos muchos”.

¿Cómo era su programa de estudios?
DF: “En pintura no se pueden definir programas. Todo pensamiento va creciendo y supera los conceptos y la forma de los programas. Depende del alumno y de su vida. El profesor debe ajustarse un poco a la vida individual de ellos. Eso lo veían muy bien Guido y De La Cárcova”.

¿A quiénes recuerda especialmente entre sus ex alumnos?
DF: “El más recordado es Le Parc. Trabajó ocho años conmigo y lo ha dicho públicamente. Además, el Grupo Sur: Linares, Cañás, Cairoli, Carreño, Morón. Vinci ... Los ex alumnos son muchísimos. Linares tiene actualmente un puesto en la Universidad de Tucumán, donde se desempeña muy bien. Cuando vienen a Buenos Aires me visita especialmente. Recordamos mucho aquella época y nuestras conversaciones son las mismas de entonces. Linares es un extraordinario constructor, ejecutante y pensador; ahora está cumpliendo etapas extrañas, nuevas, pero a mí me gusta más su primera época”.

¿Es difícil ser profesor de arte?
DF: “No. Además, me resultó fácil empezar porque aproveché la experiencia de mi viaje a París, donde tuve como profesor a André Lhote. Me enseñó a componer superficies, como a Spilimbergo. En una escuela uno se desempeña más cabalmente, porque el contacto con el Maestro le asegura si lo que está haciendo es una especulación en el aire o algo profundo. Eso es lo que da el buen maestro y por eso creo que me seguían tanto los alumnos. "
"Los alumnos eran para mí como compañeros; yo conocía sus sentimientos, pensábamos en común. Me pasaba el día en la escuela y a veces hasta las dos de la mañana. La escuela terminaba al mediodía, pero después nos íbamos a comer todos juntos. Y seguía la Academia, larga, larga. ¡Qué pasión pura, recuerdo! La nuestra era una gran Escuela. Si no me equivoco, no ha habido otra en el mundo tan importante. Primero por la profundidad de la enseñanza, y segundo por el alumnado, que era de una calidad maravillosa. Todo eso ahora ya ha terminado, según me parece”.

¿Cómo era su pintura entonces?
DF: “En esa época yo pintaba un poco menos. Cada cuadro era un problema tremendo. Pero lo enfrentaba lanzándome en la obra. El pensamiento se encuentra trabajando. Previamente, generalmente se piensa en vacío. Trabajando, uno va guiándose por el espíritu, por lo que siente. Hay que entregarse directamente a la tela; vaya a saber dónde uno va a parar”.

¿Ha tenido algún período en que le gustara pintar sistemáticamente al aire libre?
DF: “No, muy pocos, salvo una escapada a Córdoba que hice cuando era joven. Encontré un señor que me ofreció vender todo lo que pintase y darme el cincuenta por ciento de la ganancia. Compró colores y telas, y nos fuimos cuatro o cinco meses; yo tenía diecisiete años.
Recuerdo que en cada árbol clavaba una tela. Negocio no hubo, claro. Yo me había escapado de mi casa y nadie sabía nada. Lo supieron por un artículo de “Crítica” que hablaba de un pintor desnudo que tenía como taller todo el paisaje de Río Tercero. Me fotografiaron medio desnudo, cuando iba a pasar el río y mi hermana me reconoció y me fue a buscar. Fue una escapada audaz; yo ya me había quedado sin un centavo”.

Hablemos de sus escapadas a Europa.
DF: “La primera fue a París y también a España e Italia. En Italia me quedé cuatro años, estudiando en la Academia Nacional. Allí descubrí a Massaccio, en la capilla del Carmine, en Florencia. Todas las mañanas, como para ponerme en orden de estudio, iba a ver a Massaccio, y ponía una moneda en la alcancía, una moneda de lata, grande, que hacía estruendo en toda la iglesia. Y ya me conocían. Me había enterado del caso de Miguel Ángel y Leonardo, que en esa capilla habían aprendido todo un mundo plástico. "
"Hay que apoyarse bien de espaldas contra la pared, porque la iglesia es angosta. Un día encontré que preparaban grandes ceremonias porque era el centenario de las carmelitas y venía gente del Vaticano. Y le dije al cura párroco: ¿Por qué no hacerle un homenaje a Massaccio, de poder verlo alguna vez con buena luz? Me hizo caso. Hasta ahora sigue iluminada esa pintura y para prender las luces hay que echar como yo una moneda en la alcancía famosa. Yo descubrí naturalmente, con Massaccio, lo que puede engendrar el arte. Después vine, con todos esos conceptos aprendidos y gané la beca para el estudio de los Primitivos Italianos. Me vino bien para continuar lo empezado. Era una señora beca, a la que habían aspirado casi todos los pintores, incluido Victorica”.

¿El Gobierno ayudaba a los artistas en aquella época?
DF: “Menos que ahora. Además, las necesidades del artista han crecido con el tiempo. Hoy necesita grandes facilidades, porque el viático, la comida y el estudio cuestan una enormidad. En vez de una beca se necesitan muchas. Pero en aquella época se vivía más fácilmente con el arte; la ayuda era muy precaria, casi nula”.

Jesús López: ¿Cómo le fue en sus investigaciones?
DF: “Muy bien. Me dediqué al Giotto, a Cimabúe y a Massaccio. Para conocerlo al Giotto hay que ir a Asís, donde están sus frescos. Él es un purista; tiene espíritu gótico sin forma gótica, lo que llaman el gótico militar. Si uno lo desencarna de esa catedral, su pintura se pierde un poco. Y Massaccio es un revolucionario en la morfología. Su morfología es anticristiana; el primitivo ve las cabezas y los cuerpos de frente, pero el escorzo se asoma como una contradicción al purismo religioso, anunciando el barroco. Massaccio empieza con el escorzo y sobre todo con el claroscuro, que refleja la tierra, no el cielo. El cielo puede ser pintado con caligrafías celestes, y en él la corporeidad desaparece. Massaccio es el primero que afirma ante todo la tierra”.

¿Usted es cristiano?
DF: “Sí, siempre lo fui. Soy un poco místico. Me gusta todo lo que sea religioso. Mi vida religiosa fue relativamente intensa, pero cuando pienso en arte, pienso también en la religión, porque ambos tienen elevación espiritual. Cristo, como sujeto de una pintura, despierta significados extraordinarios”.

¿Cuánto duró su beca?
DF: “Duró hasta que, en tiempo de Justo, decidieron que había que cortar la salida de dinero de Argentina para Europa. Entonces no pude conseguir continuar con la beca y tuve que regresar. Para colmo, en Europa me agarró la guerra. Yo estaba en París cuando entraron los alemanes. Y la sirena que anunciaba los bombardeos, y los refugios... Cuando terminaba el peligro, todos cantábamos Allons enfants de la Patrie, felices de habernos salvado."
"He visto a los soldados de cuarenta o cincuenta años, que venían extenuados de las grandes caminatas y se lanzaban a los grifos a tomar agua y refrescarse los pies. Yo quería escaparme y saqué pasaje en un barco que iba a buscar trigo a Buenos Aires como parte de un convoy; éramos pocos, porque todo el mundo le tenía miedo a los submarinos alemanes. Además, cuando llegamos a Gibraltar nos abandonaron todos los barcos del convoy y los aviones de custodia. El carguero que iba con nosotros reventó al chocar con una cadena de explosivos y nos tuvimos que largar solos”. Pero logró volver y siguió trabajando.
DF: “Siempre he trabajado, sin interrupción. También fui incorporado aquí a la Academia de Bellas Artes y vengo participando como jurado en exposiciones de plástica”.

¿Le agrada ser jurado?
DF: “Sí. Pero muchas veces sucede que los jurados están más compuestos sobre todo por críticos; a veces yo soy el único pintor. Además, actualmente la pintura se ha hecho difícil, se ha vuelto tan intelectual y tan individual que a veces ni el mismo pintor se comprende. Hay una especie de pánico que los hace escaparse de lo que es profundo en la pintura: la representación del artista y del mundo. Algunos usan sólo el intelecto. "
"Esos más vale que se vayan y se arreglen solos con su pintura. En un Goya, por ejemplo, está toda España y todo el artista; eso es lo importante. Hay que ubicarse, como Picasso, en el ombligo del mundo. Algunos podrán hacer cosas agradables, decorativas, recrear pensamientos, pero nunca plasmarán el dolor de un pensamiento. El hombre profundo se pone al margen del tema”.

JL: ¿El otro problema es el exceso de críticos?
DF: “Los críticos deben existir. Pero a condición de que vivan una vida tan profunda como la del artista. Un premio de concurso debería ser dado por pintores, mientras no sean manieristas. El manierismo es una forma personal de ser, un antojo especial, al margen de lo que acontece en el mundo, en el mundo largo que conocemos todos nosotros, que comprende tanto los cuadros del 3000 antes de Cristo como los actuales. Porque la pintura no crece ni evoluciona: está en el hombre y lo identifica como hombre. No hay cuadros primitivos, todos viven en la misma forma."
"Dentro de esa igualdad, hay movimientos especiales, como el cubismo, por ejemplo, que pone el acento en la construcción de la superficie. Cuando yo era profesor, no me sentía dirigido por ninguna corriente especial sino por el espíritu, pero hablaba muy bien del cubismo como ordenamiento escolástico, como forma de aclarar las superficies. Todo para que la obra de arte no sea una cosa desprendida de la naturaleza, sino un fruto de ella que lleve dentro toda su vida. Todo artista debería aprender del mundo cubista y después abandonarlo, porque sólo tiene valor de ejercicio”.

¿Usted ha hecho exposiciones con frecuencia?
DF: “Hice una sola, con Diomede y Guastavino. Y otra el año pasado, en Laasa. Ahora preparo una retrospectiva para octubre; ahí voy a darme cuenta de si crecí durante la vida o soy siempre el mismo. Casi siempre vendí mis obras privadamente o, con más frecuencia, las regalé; mi pintura no es especialmente “entradora”. Mi mejor satisfacción fue siempre que me aceptaran el regalo de un cuadro”.

¿Qué problemas causa en un artista la estrechez económica?
DF: “Para un artista la estrechez pasa inadvertida, le parece natural. El artista nunca habla de pobreza, porque aparece naturalmente en él. La pobreza es un bien para el artista porque le impide distraerse”.

Aparte de la influencia de su enseñanza, ¿han quedado muy influidos sus alumnos por su estilo pictórico?
DF: “Al principio, en los salones, mis alumnos podían ser reconocidos inmediatamente. Después cada uno se fue diferenciando por su cuenta. Un período de identificación afectiva con un maestro es beneficioso. Un alumno no debe apartarse de su maestro. Ahora hay mucho individualismo y no hay en la juventud cosa más errónea. La individualidad está en el crecimiento personal, que el que empieza todavía no tiene. El joven es un astuto que busca comprender el mundo; pintar como el maestro es comprender al maestro y al mundo. "
"La prueba es la unidad entre Picasso y Braque; un hombre solo no puede crear el cubismo, pero sí la polémica entre dos; ellos no se hacían problemas porque pintaran de la misma forma, porque consideraban que estaban aprendiendo. El profesor crece al enseñar y comunica su crecimiento al mismo alumno. La crítica hace demasiado hincapié en lo original de los pintores, sin advertir que muchas veces no tienen vida para soportar esa novedad”.


Lo que sé de pintura, acaso tan sólo la actitud frente a una obra plástica, se lo debo a Antonio Juan Oliva y a Rubén A. Rey. No por azar son ellos – únicos que continúan el espíritu del maestro – discípulos de Adolfo De Ferrari.

De Ferrari ha muerto casi ignorado por el gran público. No es casual. Él no perteneció al Partido Comunista, él no fue reclamado por la televisión, él no fue el pintor del sistema. Ejerció la pintura del silencio. Utilizó el lenguaje lúcido y sensible de la melancolía. Su temática es la sugerencia de la voz interior. De la soledad. De la creación. Su obra es, sin duda alguna, la más importante de nuestro tiempo.

Tuve la suerte de dialogar varias veces con él. De visitar su casa, su estudio. También conocí a Héctor Cartier, el crítico más culto y más autorizado. Íntimo amigo del Maestro; fue él quien me ayudó a descubrir la elaboración intelectual de sus trabajos.

Sé que el tiempo pondrá las cosas en su lugar. Quiero decir que un cuadro de De Ferrari podrá estar al lado de un clásico y no se caerá. Sin duda. Pero eso lo verán los hombres del siglo XXI. Él pintó para la eternidad. El resto sólo tendrá la fama del presente.

Carlos Penelas, Poeta y escritor, 1979
lunes, agosto 22, 2016 No comments

Buenos Aires, 1983. 
Fundación Argentina para la Poesía. 
Ilustraciones de Rubén Rey. 
Poesía.


La compañera

En la región más nómade del alma, 
deletreando entre sueños antiguas cartas de amor 
atraídas por ardientes lugares, 
desde el asombro de su cabellera en el río 
deslizándose al borde de los sauces, 
más allá siempre de las garzas, 
purificada por helechos y plumas, 
con la magia de sus párpados errantes 
ligeramente húmedos por la ternura, 
con un lunar en medio de los labios, 
con el torbellino de la emoción y el deseo, 
yo estaba, hecho de soledad y de inconstancia, 
obstinado por la aventura del mar y de los trenes, 
hablando con los mitos, 
con los ojos celestes de los desenterrados, 
desde la incertidumbre y la desesperanza. 

Pero llegaste con el fruto de los nísperos, 
con dársenas y pueblos fraternales, 
en el esplendor de los cuartos de las plantas humeantes, 
atravesando muebles y espejismos 
colgando ángeles dorados y cuadros de Hayez, 
alimentada de sonrisas y cotidianos milagros, 
con un vestido blanco y un pañuelo rojo, 
deslumbradora, 
rodeada de leyendas fantásticas. 
(Te descubrí en el asombro de la insurrección, 
con proclamas hermosas, centellantes. 
En aquel mayo leímos: "Ecoute, camarade..." 
Y nos llegaron nombres de Nanterre, 
de la rue Soufflot, del Odeón. 
Allí nos hablaron por vez primera 
Cohn-Bendit y Rudi Dutschke. 
Y tradujimos juntos: 
De la justice dans la revolution et dans l'eglise. 
Comenzamos el amor libertario, 
el preciso lenguaje que esta detrás del mundo. 
Y nuestros cuerpos entre los arrecifes y las nubes. 

Yo caminaba atraído por el crecimiento 
de las flores y el sueno de los pájaros. 
Era el que acechaba a mujeres altísimas 
que bailan en la oscuridad de los andenes, 
a las que circulan solitarias con un arpa 
en los lagos prohibidos. 
A las que son llamadas por la belleza del silencio 
o por la copa de los árboles. 
El clandestino amigo de los duendes. 

Y tú elevándote con el vapor de la sopa 
en la noche de invierno, 
creando horizontes con la harina, 
buscando canela en misteriosas alacenas, 
describiendo la lluvia como Osualda Misson, 
vestida de Maimonda, habitando a Darío, 
tostándote junto a los caracoles 
y los pájaros en Chiloé, 
en Ypacaraí recogiendo piedras como talismanes, 
con faldas violetas y blusas extrañísimas, 
mostrando una hermosura lejana y ondulante. 
Eras la que comía uvas por el camino de la costa, 
la que tiene la risa intraducible. 

Después de aprisionar poemas y maletas, 
con el arrebato de la demencia, 
en la cacería de la identidad y del valor, 
de intentar afirmarme en la marea de las islas, 
buscando siempre la eternidad del corazón efímero, 
como un pájaro errante soy recogido 
en el fulgor del insomnio. 

En la fascinación del amor.

---------------------------------------------------

A una adolescente

Desconocida, sagrada por el verso y por la luna, 
sé que llegas a mi 
asediada de plegarias para escuchar al niño, 
a los vitrales de las viejas casonas, 
a los frutos legendarios de Betanzos. 

Detenida tal vez desde el aliento, 
con fotografías de jóvenes congoleñas 
con escarificaciones, 
escuchando a Pink Floyd, 
con reproducciones de Gustav Klimt, 
recreando espejos cenicientos 
y labios de pozos secretos con collares de agua. 
Internándote en las apelaciones 
del gozo y de la muerte, 
como una diosa pagana 
que transita los misterios de la epilepsia. 
Entre las canallescas sombras, 
desde las ciudades que exhuman dólares e iglesias. 

Oigo tu paso con la urgencia inaudita del amor. 
Breve, melancólica, 
creces hacia la esencial desnudez 
de las campánulas celestes. 
Como una fábula en la tarde del poeta.
martes, junio 09, 2009 No comments
Buenos Aires, 1981. 
Francisco Courbet / Ediciones de Poesía. 
Ilustración de Rubén Rey. 
Prosa.


De la biografía

a Pedro Penelas y Tomás Abad

Debo decir que mi primera niñez ha sido vital y llena de alegría. Que fui un adolescente díscolo, enamorado de aventuras literarias y muchachas hermosas. Que fui mal estudiante y tenaz lector, maravillado por el deporte y por el ocio. Que viví rodeado de amigos vagabundos y pendencieros, de generosos jóvenes en busca de su destino incierto y complejo, que sufrí la muerte de mi madre y el amor de una niña de ojos claros. Que soñé viajar en barcos, recorrer países inauditos, copular princesas, hacer estallar el Vaticano.

Mis abuelos fueron campesinos. Trabajaron la tierra de sus amos. Cosecharon el hambre y la humildad. Partieron de Galicia para encontrar la vida en estas tierras. Trabajaron los puertos, hombrearon el silencio y el salario. Conocieron las huelgas, las proclamas, el miedo. Se murieron sin saber el alfabeto, sin conocer las voces del destierro. Ese es mi linaje, mi abolengo, mi primitiva historia.

Mi padre trabajó en el campo desde los cinco años. A los nueve, en esta tierra, producía dividendos en una fábrica de vidrios. Doce horas por día y el jornal. Mis tías hilaron el infierno en las hilanderías. Mi madre era modista. Doce horas diarias de trabajo. Los domingos cantaban las canciones lejanas, las recordadas muñeiras. Y se iban muriendo de nostalgia, con la honestidad y la pobreza escondida en sus cuartos.

A los catorce años mi padre conoció a unos franceses socialistas. Allí empezó todo. Aprendió el castellano y el francés, recordó el gallego en otra latitud y en otra historia. Con su voluntad de hierro y su conducta comenzó con Zola, con Galdós, con quevedo. Luego llegaron Hugo, Cervantes, Shakespeare, Schopenhauer. Y los periódicos socialistas y anarquistas de la época. Y la Semana Trágica y la Patagonia. Allí comenzó todo. Las canciones ateas de la infancia, la ironía cotidiana a “la justicia”. El rechazo.

Rodeado de alegría y discusiones violentas, de fanatismos ciegos y de esperanza, poco a poco fui recorriendo el mundo. Odié la demagogia, el populismo, la actitud chabacana. Sin saber cómo fui republicano, defensor de Dreyfus, admirador de Castelao, enamorado de Dalí y de Picasso, apologista de Chaplin, lector de Rosalía, gustador de Falla y de Segovia, soñador de Salgari, cómplice de manifestaciones antitotalitarias, confidente de reuniones, marginado escolar, con la escarapela española en actos públicos, delirante y desobediente, expulsado de colegios por mi conducta, aburrido en las clases, prófugo en las canchas de fútbol y en las plazas. Sin un centavo; irreverente y vagabundo leía a Pratolini y a Fernández Moreno.

De niño me enseñaron la historia de España. Churruca, Lepanto, Agustina de Aragón, Escipión el Africano, eran nombres que mi imaginación y mi memoria recorrían con naturalidad. Heredé –años me costó superarlo– el odio a los franceses y a los ingleses. Sabía que había dos banderas españolas y que sólo una era legítima. Hasta los quince años ignoré por completo la literatura nacional. A los doce años ya sabía de memoria el inmortal poema de Jorge Manrique. Fuenteovejuna y Trafalgar eran temas de largas sobremesas. Mis hermanas hablaban de Machado y Benavente. Era la época en que yo estaba enamorado profundamente de Sarita Montiel.

En casa de mi tío Pedro sólo se bebía agua. “Hay que dar el ejemplo” escuchaba sin cesar. “Debemos ir a lo fundamental, a lo imprescindible” decía mi padre. “La humanidad está perdida, Manolo” argumentaba mi tío. “Huele a bosta” completaba mi padre. Estos recuerdos me llevan a regiones remotas, a una infancia donde la alegría y la exaltación, el furor y la risa se entretejían. Y así fui creciendo, caminando las calles del sur de la mano de mi padre. Lo recuerdo con su sobretodo gris y su sombrero una noche de invierno. Yo estaba refugiado en un zaguán. Él le hacía señas al tranvía.

“No debes comentar con nadie lo que escuchas hablar durante la cena”. Una vez más su voz grave, sus claros ojos, su mirada inquieta y fulgurante. En ese clima crecí. “Ten cuidado Manuel con lo que dices. Te van a detener”. Se hablaba de cinismo, de la delación, de la inmoralidad. La palabra pesquisa resonaba en los pasos. Mi madre me hablaba de decoro, con una sencillez y una claridad difícil de explicar. Una mujer traía todas las semanas un periódico y unas bolsas tejidas. Las bolsas, como otras chucherías, eran los trabajos de los presos. Mi padre las compraba. Siempre recordaré una bolsa azul que yo llevaba a la panadería, orgulloso y clandestino. Me llevó a ver el incendio de la Casa del Pueblo. “Para que nunca te olvides”. En su rostro la indignación y la impotencia.

Mi tío Pedro vivía en Villegas y Pavón. Era un hombre de una fuerza descomunal. Debía medir un poco más de un metro sesenta. Siempre me impresionaron su tórax, su cuello y su mandíbula. Los 1º de mayo y los 17 de octubre pasaban por la puerta de su casa cantidad de hombres con bombos y carteles. Mi tío les decía a sus hijos y a su mujer que se fueran a la cocina, que estaba al final de la galería. Él se dedicaba a insultar al líder, a la mujer del líder, a las consignas. Blasfemaba a la Virgen y a su madre. Recordaba el día en que nació y se mordía los labios mirando con un furor terrible. Por la noche su familia dormía en la casa de mi otra tía o en la última pieza. Sobre las paredes apoyaba colchones. En la terraza, parapetado con su escopeta, velaba durante dos o tres días. Mágicamente jamás le ocurrió nada.

Los sábados por la noche mi padre me llevaba a la casa de mi tío Pedro. Siempre lo recordaré con su boina negra, con su vela prendida (decía que la vela no dañaba la vista) y su Quijote. Allí se reunían a discutir hasta el insulto. Yo me asustaba de los gritos, de los golpes de puño sobre la mesa, de la violencia de sus rostros. Ambos eran socialistas ¿de qué discutían así? Ambos criticaban al clero y al militarismo. Jamás supe por qué. Pero todos los sábados, en aquella casa, en aquella cocina, mientras mi tía Isabel me daba turrón de Alicante y me contaba cuentos, ellos discutían. De todo y por todo.

Mi madre quería que fuera músico. Yo le decía que iba a ser torero. Ella me mostraba revistas donde estaba Manolete y me contaba historias y leyendas. Jamás vio una corrida pero me decía que eran hermosas. Me hablaba de los trajes de luces, de cómo se hacían, de sus telas. Mi madre aprendió a leer de grande, junto a mi padre. Tuvo cinco hijos. Lavaba, fregaba los pisos, planchaba por la noche mientras el sueño se adueñaba de la casa. Nunca tuvo tiempo. Pienso en eso y los ojos se me llenan de lágrimas. Grave, en los últimos meses de su vida, postrada en su lecho, pudo dedicarse a leer. Pocos días antes de su muerte había terminado el último tomo de Los Thibault.

Mi padre me hablaba del asesinato de Jaurés y también de Rosseau. Admirador de Pirandello y de Valle Inclán, conocía sus anécdotas y sus humoradas. Pero también me hablaba de la Naturaleza, de los pájaros, de la injusticia social. Me señalaba el escepticismo, el caos del mundo, la hipocresía de los gobiernos. Paseábamos en los tranvías, leíamos en los cafés uno frente al otro. Me hablaba del Buscón y del Licenciado Vidriera. Enamorado de los niños y del amor nunca supo hacer fortuna. “les dejo a mis hijos lo que muy pocos padres pueden dejar: una cultura y una conducta.”

Fui el menor de cinco hijos. Le debo a mis hermanos gran parte de mis virtudes y mis defectos. Así debe ser, por otra parte. La ira, la intolerancia, la generosidad, el desinterés por lo exterior, el individualismo como una exageración del amor propio, la libertad, el humor, la ironía, la voluntad, la polémica, la irracionalidad, el terror a las enfermedades y a la muerte, la compasión. Pero creo que he heredado de mi hermana Raquel lo mejor: no conozco la envidia.

Desde niño aprendí que el hombre era un trabajador ético y que él debía labrarse su destino. Y que ese destino debía tener una conducta, un claro sentido emancipador- Supe que poco o nada podía hacer el arte, que la moral correspondía a otra categoría, a un mundo más interno, más cercano del sueño y la aventura. Descubrí que no había profesión ni ideología que pudiera señalar el camino, que no existía religión ni filosofía que nos acercara a esa desesperada búsqueda. Y sentí, ya en mi madurez, que la bondad es lo más importante del hombre.

-------------------------------------------------------

De los signos

Recuerdo la ciudad con sus luces encendidas, sus plazas y sus tranvías. Desde la ventana miraba pasar los automóviles y me invadía una alegría elemental. Los carteles de los cines, los restaurantes iluminados, los quioscos con sus vendedores de diarios. Era un mundo que me aventuraba a recorrer maravillado por las criaturas y las cosas que me rodeaban. Partía con mis amigos a desafiarlo, a conquistar las historias secretas de la ciudad.

En las vacciones podía estar en contacto con la naturaleza. Pero nunca conocí en realidad el nombre de los pájaros o el de los árboles. Recuerdo las noches en Lomas de Zamora, las frutas que comíamos en los caminos alejados, las tardes soleadas a la sombra de la higuera. Recuerdo los barquitos que construíamos con madera de balsa, el descubrimiento inédito del sexo y del amor en los ojos verdes de una niña.

La Naturaleza fue atrapada en mí desde los libros, desde una realidad imprevisible y distante, guiado desde entonces por la fantasía y la ilusión, recorriendo desde las mesas de las bibliotecas públicas el universo y los rostros secretos, los desiertos y las humedecidas hierbas de los bosques.

Es sumamente difícil buscar los signos perdidos en el tiempo. La mirada divaga en la intimidad y en la complacencia de la palabra. Se busca romper la santificación que esos signos pueden llegar a ocasionar. Sé que el compromiso está en mi cuerpo y que todo lo demás puede ubicarse en la categoría de lo sagrado. No soy a través del poema un soporte de algo excepcional. Rechazo el sacerdocio del escritor, el onanismo espiritual, los mecanismos que nos inmovilizan.

Sé que ellos llegan con el vino y el amor, se sientan a la mesa, me muestran su afecto. Son los antiguos mitos de la infancia, los recordados rincones, los puentes que dividen nuestro mundo, el empedrado de los barrios con sus saludos y su familiaridad, con sus mercados y sus mujeres de busto opulento. Son las mesas de dominó y la cocina con su salero y sus cubiertos agrupando voces esotéricas, como ecos que invaden los sutiles hilos de la llama de la fuente.

Era el año 1955. Los peronistas habían incendiado las iglesias; un asesino era buscado por haber descuartizado a una mujer; en mi casa se hablaba de Churchill y de Stalin. Teníamos un campeón mundial de boxeo y otro de automovilismo. Pero para nosotros eso no contaba. Vivíamos nuestro mundo, nuestras escapadas a la plaza, nuestras recorridas por la calle de los cines y nuestras obsesiones. Leía, jugaba al fútbol y soñaba con los senos de Beba. El Destino no existía. Por las noches celebraba las novelas de Verne. Mi padre me hablaba de la masonería y de los carbonarios. En mi imaginación y mi soledad las banderas piratas luchaban en Borneo.

Hay señales secretas que nos quedan para siempre. Son como talismanes. Quizá –cargados de atavismos, de vivencias terribles o de voces violentas– fuimos recuperando los símbolos del recuerdo, en un pretérito diáfano, como un hábito invasor de ciertos anuncios. Todo se fue configurando en idiomas arcanos, en códigos difíciles de expresar entre los compañeros del aula, en fabricaciones íntimas donde jugaba con Alertes o reproducía el asesinato de Julio César. Es por todo eso que la fidelidad con un pasado, lleno de vicisitudes y luchas, de exaltaciones desmesuradas o sentimientos nostálgicos, nos proyecta a un diálogo apasionado con los dioses del sudor y la esperanza.

Evocaba los trenes. Cuando iba al colegio hacía salir el aliento de mi boca y evocaba los trenes. Sentía el frío del invierno en mi cara. Llevaba una bufanda azul y unos guantes del mismo color. Un moño con lunares blancos y sobre el guardapolvo un cardigan que me había hecho mi madre. Recuerdo a ese niño con la capa gris y botas de goma. Lo recuerdo en la dirección esperando temeroso la llegada del padre. Y lo recuerdo haciendo los palotes y las orejas al cuaderno de clase. Lo veo maravillado, estático, a la orilla del mar. Me parece imposible que ese niño sea este hombre.

Las imágenes. Me persiguen en sueños y vigilia. Los potreros donde jugaba al fútbol, el pasaje La Paz donde recorría conventillos, espiaba la “pensión de las vírgenes”, creando fantasías por lugares leídos, hablando del cardenal Richelieu, observando desde el tranvía los árboles de los parques, las casas, los letreros de los negocios, la gente que subía con sombreros y guantes. A los ojos del mundo se oponía mi mundo.

Esperaba las vacaciones para ir a Lomas de Zamora, a la casa de unos amigos de mi hermana mayor. Jugaba con los perros, hacía barriletes y conocía la pequeña quinta con sus frutales y tomates. Perseguía gallinas y entonaba estribillos que me enseñaba el padre de Ricardo, mi amigo. Por las noches era la mascota de una murga y cantaba con picardía estrofas groseras mientras las mujeres y los hombres se desternillaban de risa. Pasaba luego con la gorra saltando, brincando, entusiasmado y hundido en el milagro.

Mi alivio era salir de casa. Me iba con los amigos por los bosques de Palermo o por el puerto. Mes escapaba sabiendo que la paliza tarde o temprano llegaría. Por esa misma razón siempre regresaba tarde. Sin un centavo las alternativas no eran muchas. Me encantaba repartir diarios, ayudar al hielero, tocar su caballo, usar el triciclo del almacén. Indócil y crédulo recorría la ciudad con el corazón ávido y jubiloso. A veces robábamos estampitas de la sacristía y las entregábamos a la puerta de la iglesia para que nos dieran dinero.

Cada día era un prodigio, al menos así lo creía, de legítimas aventuras donde la felicidad multiplicaba las esperanzas. Me fingía a mí mismo tener un porvenir. Las cosas sucedían. Eso era todo. No escuchaba el consejo de mis mayores, me aburría el colegio, las clases de inglés y los conciertos. Aislado en un mundo que iba creciendo se aproximaba el comienzo de la adolescencia; el entusiasmo y el derrumbe de otro mundo.

He perdido de vista a casi todos los amigos de la infancia. Algunos se hicieron feriantes, otros trabajan de mozos o de obreros. Los conventillos y la mayoría de aquellas casonas pobladas de gentes se convirtieron en edificios de propiedad horizontal o en playas de estacionamiento. Soy uno de los pocos que sigue viviendo en el barrio. Por las tardes la plaza Rodríguez Peña me trae ese clima tan cercano y sugerente. Es una de las plazas más hermosas de Buenos Aires.

Creo que a mí me salvaron los libros y desde luego ese clima intelectual que se vivía en casa. Presiento que es en esta realidad de sueño y de vigilia donde el poeta debe forjar su destino. Para enriquecer su vida en forma austera, pero esencial. De manera concreta, pero mágica.

martes, junio 09, 2009 1 comments
Buenos Aires, 1979.
Francisco Courbet / Ediciones de Poesía.
Ilustración de Rubén Rey.
Poesía.


La noche inconclusa

Nací una madrugada de julio de 1946. Puedo decir que mis recuerdos de la infancia se me presentan llenos de júbilo; es una región lejana donde la memoria y la imaginación trabajan su espacio, su palabra. Mi adolescencia y juventud forman parte de las plazas, de la melancolía, del amor. Llevo la aventura de las tardes de estudiante y la admiración a mis mayores. Fui mal alumno y sincero contemplador de la naturaleza. Creo que desde esa época el ocio y la lectura fueron mis cómplices.

Estoy convencido de que mi risa fue fácil vencedora del hastío y de la hipocresía. Sé que la vida es demasiado esencial y que por eso mismo es absurdo hablar de éxitos o de fracasos. Pienso que cualquier mito o sueño es más importante que un dogma. Siento que la intimidad y el asombro son las ocultas virtudes de la belleza. Descubrí para siempre que la mano que escribe vale tanto como la mano que ara.

Como hijo de españoles, afirmo que una ética existencial es lo único que puede hacer frente a las teorías totalitarias, a las convicciones políticas o religiosas, a la insensatez de los premios o a la vanidad de los cenáculos literarios.

Sospecho que el poema es la intuición más clara del devenir. Y que en el fervor de la noche vibra la insurrección del alba.

Carlos Penelas, abril de 1979

martes, junio 09, 2009 No comments
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