"Elegía a mi padre" y otros poemas

by - jueves, mayo 18, 2017

Este es un bello libro de poemas, Cánticos paternales (publicado por la Editorial Dunken en el año 2015), del reconocido escritor argentino Carlos Penelas. Está dedicado a su padre, y hoy Palabra Abierta tiene la satisfacción de publicar seis de estos bellos poemas, que pueden alimentar el alma de cualquier lector; un lector que sienta nostalgia por la siempre querida imagen de un padre que se ha ido.

Plañido al padre muerto
I
Has partido a la nada.
Sin cáliz ni ocio ni espejismos.
Después de verte abrir el horizonte,
de mostrarme la piedad y las estrellas
eres libre en el olvido y en la tempestad.
Ahora sé que celebras el infinito,
el hechizo del bosque, el nombre de la sombra.
Siento que tus ojos van en busca de hórreos,
del aire errante de una aldea imaginaria
entre el cielo y la tierra y la rosa.
Cumples el ritual de los campesinos,
otro exilio de la memoria y la evocación.
II
Vienes en nube, en sueño, en ánima.
Regresas para hablarme
—como si no estuviese—
de lo huero, de viejas lecturas,
de la cólera del mundo,
de lo insurrecto y lo sagrado.
Y de sombreros, de zarzuelas,
de bellas labradoras en la niebla.
Lo haces como un náufrago invisible,
desde lo milagroso,
sonámbulo de voces, amanecido.
Es numinoso el vuelo de tu ofrenda.
…con la inutilidad de un ciego miro y no comprendo nada más que al cielo…
Enrique Banchs
Elegía a mi padre
Él habitaba el patio en la lectura.
Exageraba el culto del amor y El Quijote.
Era su voz precisa, irrevocable.
En la mirada descifró
la eternidad del lenguaje y de las cosas.
Él me habló de Lepanto y de Numancia,
del hebreo y del árabe.
Me citaba a Galdós.
la latitud exacta de su pueblo.
Lo veo maldecir con amargura
la delación y el miedo.
Lo veo en la agonía
que el cielo o el infierno agobió para siempre.
Él me enseñó que el hombre
está hecho de tiempo y de trabajo.
Junto a él recorrí el destino de mi sangre,
el verso castellano de Quevedo.
Me señaló la castidad y el honor.
Me salvó con el asombro y la ternura.
Me otorgó como gracia la soledad.
Y el soñado silencio de los sueños.
Prolongué sus hábitos y sus errores.
Aprendí a odiar la demagogia.
Aprendí la ironía. Y el humor incesante
que justifica un símbolo.
Desconfié de la gloria, de la vanidad,
de los terribles bronces de las plazas.
Desconfié de los dioses y de las multitudes.
Es parte de mi mito y de mi orgullo.
Es la cotidiana historia de mi verso.
Una elegía más que arrebató el misterio.
Nada quiero negar aquí, tampoco implorar
Hölderlin
El banco

Miro el banco de la cocina. En este banco se sentaba
mi padre. Lo descubrí muchas veces por la mañana, en si-
lencio. Fumaba su cigarrillo negro y observaba los canarios.
Tomaba mate amargo; un hábito de El Bolsón y de la sole-
dad. Cuando me despertaba hacía tiempo que ya estaba allí.
En silencio, conversando, con sus fantasmas. Seguramente
tenía imágenes de la procesión das Xás, de los nuberos, de
los trasnos. Al verme se le iluminaban los ojos, dejaba la
presencia de dioses paganos, el olvido, el insondable mar,
la cordillera de los Andes. Ahora me doy cuenta de ello.
Recién ahora, cuando descubro el banco en el mismo lugar
donde él se sentaba. Pasaron más de treinta años. Más.
¿Por qué hoy?, me pregunto. ¿Por qué? Entonces me citaba
a Cervantes o a Shakespeare. A veces me preguntaba si
quería almorzar unas lentejas o si el domingo veíamos a
los diablos rojos, en la visera. El banco está allí. De pie lo
miro. Me parece escuchar una oración que no comprendo,
fascinado por la menguada copa del alba y de la noche. Un
apretado canto o himno surge de alguna parte. No sé si lo
que evoco es real, si todo es sólo un viaje onírico. Si este
hombre que está de pie, casado, con hijos, que regresó al
principado de Espenuca, que escribe poemas, no huye del
abismo, de la maledicencia y la congoja. A veces se queda
ensimismado, como aquella perra fiel que miraba sus ojos.
Esta desnuda playa, esta llanura
Fernando de Herrera
Responso
¡Padre! ¿Hasta cuándo los dioses ocultarán tu sombra?
Te busco por las noches en un letal insomnio
y viene la congoja,
la ira viene con ojos de terror e inconsciencia,
me arrastra a interpelarte.
¿Cómo resucitar tu perpetuo descanso?
Siempre vas con tu paso ligero, de prisa,
por las calles de esta ciudad degradada.
Padre, este pequeño hijo
teme perderte entre tanto desmayo.
Sé de tu aliento y tu destierro,
sé que aprisionas mi voz del otro lado del mar.
Ahora te ruego que me hables.
Necesito escuchar aquello que murmuras
por los cuartos de la casa, lo que sabes,
lo que cuentas del sur, de los tronos, del cielo.
Estoy solo y temo olvidarte en esta soledad,
en esta plaza sin niños ni rebeldes
donde miro, vacío,
el verdor de la hierba entre la bruma.
¿Qué ruido es ese ahora? ¿Qué hace el viento?
T. S. Eliot
La mirada de mi padre
Anoche mi padre me habló de Bartolomé Murillo. Dijo
palabras que recorren la luz, palabras vagas, seductoras.
Nombró a María Manuela, a sus hermanas, a sus hijos.
Luego calló. Por momentos parece haber transformado
las cosas de la vida. Recordó El joven gallero, recordó su
Autorretrato de 1670. Después se fue perdiendo en olvidos.
Susurró: tengo armas milagrosas para vencer la muerte.
Y otra vez un oscuro laberinto, una memoria antigua, un
solitario en los umbrales de puertas con encinas. Fue en-
tonces cuando le hablé de su aldea, de los hijos del cura,
sus sobrinos. Pero él ya no sabía qué voces eran esas, qué
oído o cielo cubrían su horizonte. Le hablé de sus nietos,
de Emiliano y de Lisandro, de la belleza del alma de estos
hijos, de las presencias íntimas del sueño. Me pareció que
se ocultaba en otra sombra. (Al escuchar su nombre sonríe
con ternura). Recordó, de pronto, Muchacha con su pandereta
de José de Ribera. Creí entonces descubrir ciertas nubes,
ciertas nieblas sobre un aire de plegarias. Y sentí lo efímero,
la inocencia adolescente, la mirada celeste de sus ojos sobre
la delicadeza de lo incomprensible.
Dejadme llorar,
orillas del mar…
Luis de Góngora y Argote
Regreso
Este hombre que nació entre meigas y lloviznas
regresa por las noches a recordar el canto de las aves.
Habla de la melancolía, del pasado.
De una casa muerta,
de la siesta preñada de caldenes.
Este hombre vuelve a mi memoria
reconoce la nieve, el mate, la epilepsia.
El tumulto agonizante de los indios,
el tropel, el polvo oscuro, la huelga,
la soledad del libro.
Me sigue con su voz desde la sombra.
Miro con los ojos de él, que ya no ve.
(Estoy en la orfandad, sin descanso,
rodeado de demencia e infortunio).
Dicen que está muerto,
que habita su infinito en el olvido.
Siento que resucita en un monte del sur.
Y este hijo que divaga en el suelo pampeano.
Es desolador el viento en un pueblo fantasma.
Non dexó grandes tesoros,
ni alcançó muchas riquezas
ni vaxillas.
Jorge Manrique


Publicado en Palabra Abierta, revista independiente de cultura hispanoamericana, dirigida por Manuel Gayol Mecías, y editada en Los Ángeles, Estados Unidos.

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