Buenos Aires, 1992.
La Encina.
Plaqueta. PoesÃa.
Perry 341
Sólo sé que una vez fui Poncho Negro.
Y otra Sandokán,
enamorado para siempre de Mariana.
Asà era yo. Valiente, inesperado.
No habÃa lugar sobre la tierra.
Fui Bufalo Bill, corsario de galeones, escampavÃa.
(Estoy viendo la bondad ensimismada
en el volar voluntario de la tarde.
Recogiendo las hojas de los árboles,
llamándome).
Ahora estaba el mar con sus piratas.
Ahora era el sheriff desenfundando el Colt.
En ese tiempo inmóvil no existÃa el registro civil
ni las hembras dementes
o la sombrÃa sangre de los desaparecidos.
A la hora de la siesta
las palabras latÃan desde lejos.
Eran campesinos de la guerra de España,
descamisados fecundando su odio,
el fascismo metido en cada sindicato.
Pero a mà me invadÃan el ocio y la ternura.
Era secuaz del viento en el tranvÃa,
la imagen deslizante de los cabellos sueltos,
la ciudad protegida por cocheros.
El domingo en forma de Visera; el fervor era el puño de mi primo
en la tribuna. Y el gol de Ernesto Grillo.
Sentir por la radio que el zurdo Prada
lo tiraba a Gatica. Soñar con esa niña
de ojos claros que vivÃa en el barrio.
Y conquistar la murga de Portela,
peregrina y errante,
que insolente insultaba a esa vejez tan gris.
La vida era esa bolita azul, una puntera.
La casa de mi tÃa, la pelea en la plaza,
un zaguán carbonero y carbonario.
Manolete muriendo con su traje de luces.
John Wayne inventando otra historia de cowboy
en el Select Lavalle
desde una diligencia inmemorial.
Mi padre auguraba un futuro sombrÃo.
Y mi madre bordaba sus congojas
por un hijo perdido en imaginerÃas.
Mis hermanas invocaban a un dios mitológico
para que yo dejara de creerme Tarzán.
Me olvidaba la pluma cucharita.
No entendÃa el triángulo isósceles.
Ni las monocotiledóneas
ni a French o a Lavalle.
N o memorizaba el caballo blanco del manual.
Sólo los senos prodigiosos de la señorita Gloria.
Bellas eran las imágenes en los libros de Verne. Los primeros secretos,
la eternidad gozosa ante tanta estupidez.
Era puro el contacto de la lluvia,
los potajes, la fiebre, el azufre.
Las manzanas perfumaban las sábanas del cuarto,
navegábamos en los paisajes de la luna
salvándonos de toda iniquidad, de todo templo.
Eran las moradas rebeldes,
los sagrados rincones
que la mirada perdida recorrÃa
en los dudosos lÃmites de cada profecÃa.
Asà era la luz,
el reino de mis dioses tutelares.
Ahora me observo en esta fotografÃa.
Admiro mi alborada, mi ajedrez, mi sonrisa.
Esa linterna mágica que convoca los nombres.
Te restituyo las horas del milagro, capitán.
La billarda, la honda, mi caballo ensillado.
Los hijos en la noche deambulan por la casa.
Se hospedan en palacios,
se cuentan una historia de férvidos vestigios.
Y mis ojos se nublan.
La ausencia nos redime en un recuerdo abierto.
Ahora, que tengo cuarenta y seis años
y me arrojo al mar para salvar a un hombre que se ahoga.
Carlos Penelas
1993