Berger, otra vez Berger por Carlos Penelas

by - martes, noviembre 04, 2014

El toldo rojo de Bolonia es un libro que descubrió Eugenia, la mujer de Emiliano, mi hijo mayor, quien también lee con pasión a John Berger. Entre otros autores y entre otras actividades. Uno de sus libros, Aquí nos vemos, es un libro nómada, con historias aparentemente descolocadas. Pero se encuentran. Se encuentran los vivos y los muertos, los sueños y las utopías, la complicidad del amor y el arte. Se lo recomiendo, desconcertante lector. Es infinitamente mejor que leer o ver cómo actúan los políticos, los negociados inmundos que recorren entre pasillos y bastidores, el humor de una plebe sin salida y enferma. Demagogia, estupidez, trampas.



Leemos en El toldo rojo de Bolonia: De niño y en la primera adolescencia, solía ir a darle las buenas noches, y muchas veces tenía la impresión de que, por lo menos, estábamos tres en el cuarto, en el cual había una única silla, de respaldo recto (yo siempre me sentaba en la cama cuando me quedaba a charlar con él). La tercera persona o bien era el autor del libro que estaba leyendo o uno de sus personajes favoritos. Fue en esa habitación abarrotada donde aprendí que las palabras impresas pueden conjurar una presencia física. 

Es terrible cómo a lo largo de los siglos el Poder, las castas, los dogmas, el autoritarismo, los templos laicos o sagrados, han intentado destruir lo mejor del hombre. Velos y más velos sobre su sensibilidad, sobre su posibilidad de imaginar, de pensar, de amar.

Wallace Stevens, poeta estadounidense, señaló: “…la maravilla y el misterio del arte, como por cierto de la religión, consisten en la revelación de algo absolutamente otro, gracias a lo cual la inexpresable soledad del pensamiento se quiebra o se enriquece. El poeta, el hombre religioso, ni siquiera sueñan con dictar las reglas del juego: se limitan a andar por el mundo con el amor de lo real (de esa realidad otra) en sus corazones.”
“Hay algo más importante que la lógica: la imaginación” dijo en una ocasión nuestro amado Sir Alfred Hitchcock. Giacometti, suizo y escultor, señaló algo que siempre se supo: “el arte es un medio de ver”. “La pasión del amor es amar sin medida”, escribió San Agustín en sus Confesiones. Y dijo más: “La pasión del amor no puede comprenderla quien no la sienta.”

Vivimos una promiscuidad mental, una promiscuidad física. Tal vez desde siempre. Uno sospechó que en el siglo XXI ciertos temas no existirían. Todo se ha vuelto vulgar y obsceno, banalidad que invade de manera corriente cada gesto, cada nuevo hábito. El deseo no existe, existe el poder, el discurso político, la afectación, la fachada; simulacro, parodia. Sobre eso se montan mitos, leyendas, delirio, saturación, desvergüenza. Vivimos el espejismo de la pasión, de lo otro, charlatanerías prolijas y hasta correctas, pornografía en el arte, en la información, en las estadísticas, en referencias de la vacuidad. Teatralidad y simulación.

“La pregunta sobre el origen del Estado debe precisarse así: ¿en qué condiciones una sociedad deja de ser primitiva?” También reflexiona el autor de La sociedad contra el Estado y Arqueología de la violencia: “…quizás la solución sobre el momento del nacimiento del Estado permita esclarecer las condiciones de posibilidad (realizables o no) de su muerte”. Las investigaciones e ideas del renombrado antropólogo y etnólogo Pierre Clastres (1934-1977) sobre las poblaciones primitivas dan una antropología de alternativa. En esas sociedades se trabajaba sólo cinco horas, lo necesario. Ahora todo debe ser explotado. Por supuesto Clastres es un teórico no siempre recordado.

Podemos hablar de polarización crispada, de una cultura oficial materializada en manifiestos, premios o arquitecturas de poses, celestiales. Pero también del esfuerzo desesperado de soñadores, del pensamiento utópico, de una vida plena de poesía, de realidad caótica pero vital.


Otro fragmento de El toldo rojo de Bolonia: Todas las ventanas tienen toldos y todos son del mismo color. Rojo. Muchos están descoloridos, unos cuantos parecen recién puestos, pero todos son versiones viejas y nuevas del mismo color. Todos encajan perfectamente en el marco de la ventana, y su ángulo se puede ajustar según la cantidad de luz que se desea que entre. En italiano se llaman tende. Su rojo no es el de la arcilla, ni el de la terracota: es un rojo de tinte. Detrás de los toldos se ocultan cuerpos y los secretos de esos cuerpos, que de ese lado dejan de ser secretos.

“La historia corre mientras el espíritu medita. Pero este retraso inevitable crece hoy en proporción a la aceleración histórica”, escribió Albert Camus en 1954. El sentir, el pensar, parecería que no es parte de la ética, de la imaginación, del otro, del diferente. De lo auténticamente humano. La poesía fue comparada en muchas ocasiones con la mística y con el erotismo. Pero el poeta nombra a las palabras más que a los objetos, la experiencia poética es una tonalidad verbal, un clima interior. La palabra es el reverso de la historia, es el reverso de lo cotidiano. Exige, como la mística y el amor, una entrega. Por eso la insensatez del creador, del amante o del místico; lo imaginativo del soñador en un pujante querer decir, un balbuceo permanente de libertad.

“…Pues el encuentro de todos los seres en uno engendra la cesación de ellos y acaba con su nacimiento, pero al desunirse los seres el nacimiento vuelve y se desvanece la cesación. Y este perpetuo movimiento alternante nunca tiene fin, unas veces reuniéndose todos los seres en uno por el Amor, otras separándose todas las cosas arrastradas por la repulsión del Odio. Esta lucha la manifiesta el conjunto del cuerpo humano tan pronto todos los miembros reunidos por Amor en uno se obtuvo un cuerpo, floreciendo la vida en su plenitud; tan pronto separados nuevamente por funestas discordias andan errantes cada uno por su lado en las rompientes del oleaje de la vida”. Esta es la mirada de Empédocles.

El poeta no sabe nunca qué es lo que va a ocurrir. “Lo único que tienes que saber es si mientes o tratas de decir la verdad, ya no te puedes permitir equivocarte en esta distinción…” nos dejó escrito este hombre sin fronteras ni dogmas. De John Berger, hablamos, confundido leedor.

Carlos Penelas
Buenos Aires, noviembre de 2014

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