El globo rojo

by - viernes, julio 01, 2011

Sí, es preferible conversar de cosas nobles, de cosas bellas. Es preferible leer, escuchar música o hablar con amigos en un café. El resto da asco. Volví a ver - por quinta o sexta vez - El globo rojo. O si usted lo prefiere Le ballon rouge. Siempre sostuve que si en literatura existía El Principito (Le Petit Prince) en cine -su equivalente, su par, su ejemplo- era El globo rojo. El libro, escrito por Antoine de Saint-Exupéry, fue publicado el 6 de abril de 1943. El film, de Albert Lamorisse, se estrenó en 1956. Evoco la primera vez que la ví. Tenía diez años y fue, lo recuerdo perfectamente, cómo lloré. Nunca me había pasado algo así. Mi padre me explicaba que vinieron mil globos para reemplazar al globo rojo, que el niño volaba por la ciudad, que era feliz…en fin, muchas cosas. Yo le decía que el globo rojo ya no estaba más, que era irremplazable, que era único. Con los años descubrí otras cosas de la película: el rechazo al poder, a la iglesia, a la educación. La brutalidad del populacho, el rencor, el resentimiento. El egoísmo y la envidia, una forma sin duda, de lo represivo. Y muchas cosas más. Un relato poético, un emblema. Allí siguen vivos la vitalidad, lo ético, lo libertario. En Crin blanca (1953), del mismo director, conserva también intacto su sello, su atmósfera en busca de la libertad y de la infancia. Cuentos morales, cuentos donde el amor al prójimo, al sueño, a lo fugaz, a lo imaginativo, nos ennoblece. Eran los años en los cuales pensaba que el mundo era mágico y puro.


Por esos años fui con mis padres a ver la versión cinematográfica de Juana de Arco (1948), de Víctor Fleming, con la actuación de Ingrid Bergman. Estuve tres días con fiebre y tenía pesadillas en las cuales ella moría en las llamas. Vino el médico de la familia, el doctor Lucas Benitez, y le recomendó a mi padre que no me llevase a ver esas películas, que era un niño inteligente y extremadamente sensible. Esa versión jamás quise volver a ver. ¿Curioso, no?

Fueron por esos años, hablamos de 1955 o 1956, cuando mis padres me llevaron a ver la versión cinematográfica de Don Quijote de la Mancha. Me refiero a la dirección de Rafael Gil, con Juan Calvo y Fernando Rey. Lloré sobre el final, con la muerte de ese hombre que tanto quise en mi vida. Esa versión volví a verla de adulto, y otras, naturalmente.

Para que el lector no entienda mal es fundamental contar que también me llevaban a ver zarzuelas al Teatro Avenida y ballet al Teatro Colón. Y por supuesto iba a nadar al club, a la cancha de Independiente y a ciertos actos callejeros donde había banderas rojas y señores con sombreros o gorras.

Esta es la razón por la cual cuando vemos en la televisión cómo proliferan los reality shows no debe extrañarnos los períodos de decadencia que venimos soportando, los ejemplos obscenos de programas que son una suerte de pornografía ideológica. En última instancia, es una situación que muestra lo corrupto y perverso de una sociedad en donde hubo desaparecidos, en donde hubo persecuciones, en donde la frivolidad permanece en el plano de la ficción. Los griegos solían decir que un esclavo es aquel que no puede decidir por él mismo. De pronto todo resulta ser escandalosamente divertido. Por eso el rating tiene más importancia que la ética o la solidaridad.

La educación estética entró en mí a través de los ojos más que de los oídos. Mi educación musical -debo confesarlo- es tardía y artificial. Descubrí en mi madurez que cada uno de nosotros somos muchos. Y que no podemos ser más que ese que somos. Tal vez de allí vino mi desmesura afectiva por Pirandello o esa inquietud por las máscaras de Pessoa, sus heterónimos, esos otros escritores de sí mismo.

Todo lo visual forma parte de mi historia. Quizá por ello intenté buscar un hipotético refugio en lo poético. Al poetizar, la más inocente de las ocupaciones según Hölderlin, protege el lenguaje y la ética. Después de muchas lecturas regreso a lo mismo, a dos preceptos del pensamiento griego: conócete a ti mismo y llega a ser el que eres. Ese es el ámbito de la Belleza, de la palabra, del silencio. Desde mi niñez y adolescencia viví rodeado de libros y conductas éticas. A veces pienso que El globo rojo fue la revelación, el secreto íntimo, lo esencial. Me conmueve cada vez que la veo. O cuando escucho la música de Maurice Leroux. Tanto como Le Petit Prince.

Carlos Penelas
Buenos Aires, julio de 2011

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